Vine al mundo en Elda (Alicante), recién empezado el año 1967. No fue fácil nacer: yo necesité de una bombona de oxígeno para sobrevivir, mi madre de una buena partera y mi padre de una buena dosis de sangre fría.

Desde bien pequeño mis profesores decían que yo era de letras, pero nos pareció que las ciencias eran lo más apropiado para alguien «al que se le dan bien las mates». Será por ello que sufro de esa dislexia propia de los que dedican cada parte del cerebro a una cosa distinta.

Desde que terminé la carrera de Ciencias Químicas he tenido la suerte de no haber dejado de trabajar. Acabando el siglo XX, logré obtener una plaza de profesor asociado en la Universitat Politècnica de València. Desde entonces no he dejado de disfrutar todos y cada uno de los días laborables.

Me gusta llevar mi corazón al umbral anóxico y mantenerlo ahí, sin tregua, 10, 15 o 20 km. Soy un buen adicto a las endorfinas que se generan con el deporte.

Soy forofo de la naturaleza, la lectura, la gente y de todo lo que los seres humanos crean. También de la soledad que no te hace sentir solo. Creo en un mundo de individuos iguales y diversos. Huyo de las muchedumbres, de sus consignas y de sus cánticos.

Defiendo una universidad pública comprometida con el bien común, que se constituye en ascensor social capaz de satisfacer las aspiraciones de todos los ciudadanos mediante la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso. Aspiro a una sociedad con dichos valores.

Mi hijo y mi pareja son insustituibles. Mi familia (la genética y la elegida) es y seguirá siendo indispensable. Y cada día que pasa esto va a más.

Juan Ignacio Torregrosa López (@jitorreg)